LA DESCERTIFICACIÓN UN ACTO POLÍTICO HIPÓCRITA EN LA GUERRA CONTRA LAS DROGAS.

La llamada “guerra contra las drogas” es, quizá, uno de los ejemplos más claros de cómo la hipocresía internacional convierte un problema de salud pública en un negocio descomunal que beneficia a unos pocos y condena a millones. En Colombia, los campesinos cocaleros reciben apenas migajas, mientras en los Estados Unidos y en los grandes centros financieros se queda la tajada más grande del botín.

Las cifras son elocuentes. Un kilogramo de cocaína que en territorio colombiano se paga en promedio a 2.250 dólares, se comercializa en las calles de Estados Unidos entre 28.000 y 70.000 dólares. Esto significa que entre el 90% y el 97% del valor final no regresa jamás a Colombia. De una tonelada que puede valer cerca de 49 millones de dólares en los mercados callejeros de Estados Unidos, nuestro país apenas percibe unos 2,2 millones, repartidos de manera desigual: el campesino productor puede quedarse con menos del 8% de esa fracción. El resto se diluye entre procesadores locales, intermediarios y, sobre todo, los pagos a redes criminales y de corrupción que garantizan la salida del producto.

En cambio, en los Estados Unidos, el negocio se multiplica. Allí no solo se concentra la demanda —motor del mercado—, sino que es en ese territorio donde operan las mafias de distribución, los circuitos financieros dedicados al lavado y los entramados legales e ilegales que logran que miles de millones de dólares fluyan, se blanqueen y se integren a la economía formal. Bancos, inmobiliarias, bolsas de valores y hasta empresas respetables han sido señaladas de facilitar el lavado, sin que ello implique sanciones proporcionales. El doble rasero es evidente: mientras Colombia pone los muertos y la destrucción social, el capital del narcotráfico circula en Wall Street y en los paraísos fiscales.

La política antidrogas, presentada como cooperación internacional, ha estado marcada por esta contradicción. Se exige erradicación forzada, fumigación y militarización en el sur, pero se tolera el consumo masivo y se protege la estabilidad del sistema financiero en el norte. La descertificación política —esa calificación de “incumplidor” que Estados Unidos endilga a Colombia— no pasa de ser una estrategia de estigmatización: no corta los fondos militares, no reduce la cooperación en inteligencia, ni afecta intereses estratégicos. Se trata de un mecanismo de presión diplomática para "disciplinar" al Gobierno del Cambio y alimentar narrativas de la oposición.

Lo cierto es que, después de más de medio siglo de guerra contra las drogas, Colombia ha cargado con las consecuencias: desplazamiento forzado, deterioro ambiental, corrupción institucional, asesinatos de líderes sociales y la pérdida de una parte fundamental de su base campesina productiva. Y todo para que el negocio real se consolide afuera.

De allí que la discusión urgente sea otra: cómo transitar hacia políticas soberanas que prioricen la sustitución voluntaria de cultivos, el desarrollo rural y el tratamiento del consumo como un tema de salud pública. Solo así se desmontará la farsa de una guerra diseñada para que unos pocos se enriquezcan y muchos, en Colombia, sigan pagando un alto precio, de "lágrimas sudor y sangre"


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