CUANDO EL MUNDO ARDE, COLOMBIA DEBE HABLAR CON DIGNIDAD: POR UNA POLÍTICA EXTERIOR QUE SALVE VIDAS
La participación directa de Estados Unidos en el conflicto Irán–Israel convierte un enfrentamiento regional en una amenaza global. Colombia no puede ser espectadora: debe alzar su voz en defensa de la paz, el derecho internacional y la vida.
El conflicto entre Irán, sus aliados del llamado “Eje de la Resistencia” y el Estado de Israel ha entrado en una fase crítica. Ya no se trata de una guerra regional. La participación directa de Estados Unidos, con bombardeos, tropas desplegadas y respaldo incondicional al gobierno de Netanyahu, abre la puerta a un conflicto de escala universal. Las consecuencias se sentirán en todos los continentes, y América Latina no será la excepción.
Colombia, por su historia, su ubicación y sus alianzas internacionales, no puede ser indiferente ni actuar con ingenuidad.
Una escalada que involucre bloqueos en el estrecho de Ormuz o enfrentamientos con Hezbolá en Líbano, Yemen y Siria, generará impactos inmediatos en el mercado energético global. Aunque Colombia exporta crudo, depende de la importación de gasolina y otros derivados. Una crisis en el suministro aumentaría los costos del transporte y los alimentos, acelerando la inflación y golpeando especialmente a los sectores más pobres.
Pero más allá del impacto económico, hay riesgos geopolíticos y de seguridad. La región cuenta con antecedentes inquietantes: redes de Hezbolá en la Triple Frontera, estructuras clandestinas en Venezuela y un ecosistema global de guerra híbrida que incluye ciberataques, operaciones de inteligencia y propaganda. Si el conflicto se internacionaliza, América Latina podría ser escenario indirecto —pero real— de retaliaciones y tensiones.
La polarización ideológica también se agudiza. Gobiernos como los de Venezuela, Nicaragua o Bolivia respaldan a Irán y su retórica antiimperialista, mientras otros países siguen alineados con Washington, pese a la brutalidad de los ataques sobre Gaza. En este mapa complejo, Colombia debe ser más que un espectador.
La postura del presidente Gustavo Petro ha sido clara y valiente. Rompió relaciones diplomáticas con Israel tras los ataques indiscriminados sobre Gaza en octubre de 2023, denunciando lo que calificó, con razón, como un acto genocida. Esa decisión, lejos de ser improvisada, responde a una visión ética de la política exterior: la vida como principio rector y el derecho internacional como límite a la barbarie.
Colombia no ha apoyado a Irán ni a sus proxies armados, y eso también es significativo. Nuestro país puede y debe ejercer una diplomacia autónoma, que no se subordine ni a Washington ni a Teherán. Una diplomacia firme, que denuncie toda forma de exterminio —sea perpetrada por Estados, milicias o coaliciones internacionales— y que apueste por la paz con dignidad.
No se trata de neutralidad pasiva. Se trata de compromiso activo con los pueblos que sufren, con la paz como horizonte, y con la soberanía como escudo.
Hoy más que nunca, Colombia tiene autoridad moral para alzar la voz. No somos una potencia militar, pero sí un país que conoce el precio de la guerra y el valor de la reconciliación. En lugar de repetir los discursos de las potencias en conflicto, podemos construir uno propio: un relato de justicia, de vida y de paz.
Porque si el mundo se encamina hacia una guerra de dimensiones globales, Colombia no puede callar ni ceder a la lógica de los bloques enfrentados. Este es el momento de afirmar con claridad que nuestra voz se alza en defensa de los pueblos y no de los imperios; de la humanidad y no de los intereses geoestratégicos. No podemos permitir que nos arrastren a una confrontación ajena, mientras callamos ante el sufrimiento de millones.
Desde el Sur global, debemos enviar un mensaje inequívoco: no respaldamos ninguna guerra de exterminio, ningún terrorismo de Estado, ningún fanatismo armado. Rechazamos tanto la impunidad de quienes bombardean hospitales como la de quienes convierten a civiles en escudos humanos.
Colombia tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de liderar una diplomacia activa por la paz, el diálogo y la justicia internacional. No como un país neutral, sino como una nación que sabe, por experiencia propia, que la guerra deshumaniza y que la paz, aunque difícil, siempre es el camino más digno.
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